Me acuerdo del sol colándose entre las ramas de la higuera, y yo, arrimado al aljibe; viendo esa agua tan pura, porque había llovido mucho, y el aire tenía olor a tierra fresca. Mi padre estaba en la parrilla, esa parrilla desnuda de chimenea y con los ladrillos rotos o sueltos, marcada por los asados.
Juntaba ramas finas para prender el fuego y me decía que era todo un ritual, que el lechón se tardaba como mínimo seis horas para quedar bueno, que había que hacerlo despacio y con paciencia.
En el medio estaba la ventana de la cocina y por ahí se asomó mi abuela a pedirme si por favor soltaba un rato a las gallinas, y de paso que me fijara si había algún huevo nuevo. A mí me gustaba entrar al gallinero y agarrar esos huevos calientes, recién puestos, sentía la vida asomándose. Las gallinas flacas sabían que iban a la quinta a escarbar lombrices y picotear bichos; y las gordas estaban contentas porque sabían que hoy no era día de puchero y también salían animadas, locas. Era la hora del recreo, y del desayuno. El gallinero era chico, justo abajo de la higuera, regido por un único gallo desafiante; y ahí estaban los huevos nuevos y uno de plástico, que yo ya lo conocía porque la primera vez que había entrado me lo quede mirando un rato en la palma de la mano y me quede pensando que para que había un huevo de mentira entre los otros...Y nunca lo supe.
Deje los huevos en la canasta de la cocina, y ahora venía lo más divertido. Tirar el balde de lata de cabeza al aljibe y sacar agua fresca para ponerles en el gallinero mientras ellas escarbaban. Pero el balde era muy pesado, y por eso la cuerda tenía nudos, para que no se te resbalara, porque la roldana que estaba arriba nunca se usaba, era una cuestión de destreza y mucha fuerza. El balde ya estaba llegando a la boca, cansado y con casi la mitad del agua, pero victorioso y él sabía que yo lo apoyaba en el muro y metía las dos manos en cuchara para sacar un manojo de agua para mojarme la cara...Era mi recompensa.
Con la cara mojada levante la cabeza para bañarme ahora con el sol que se seguía colando entre las hojas de la higuera y fue ahí cuando lo vi. Vi un higo gordo de dulce y jugos caer y estallar en la tierra negra, reventó y se abrió, estallando en colores y azucares. Se ve que agarro una gallina flaca medio desprevenida, y la hizo saltar dos pasos para el costado, pero no fue mucho el julepe, miro el higo de reojo, se le arrimo y le entro a picotazos, las otras que andaban por ahí se vinieron a la carrera y se lo disputaron hasta que no quedo más higo sino en las panzas de los bichos felices, estarán empalagadas pensé yo porque ese higo tenía pinta de estar muy dulce. Me habré quedado unos segundos asintiendo con la cabeza y arremetí por el portón de mosquitero de la cocina a preguntarle a mi abuelita, y medio pregunta medio afirmación le dije:
-Descubrí porque los huevos de acá son tan colorados, es porque las gallinas se comen los higos más maduros, los más rojos no?
-Si mijito por eso, y por el maíz que comen también, mijito.
Esos huevos eran más ricos que los de Montevideo, no solo mas colorados, también eran más chicos pero eso no importaba porque me comía de a dos, y aparte estaban recién puestos, y si tenían doble yema era como si me comiese tres porque la yema es lo que más me gustaba.
De las tijeras del techo de la cocina colgaban jamones, pancetas, bondiolas, salamines, sopressatas y tocinos, se estaban oreando, y más contra la pared del fondo estaban los chorizos de rueda, de mezcla de chancho y ternera, también colgados y secándose. Para el desayuno mi padre cortaba con el puñal un pedazo del jamón y lo doraba y con esa misma grasa que soltaba hacía los huevos, la galleta de campaña acompañaba, y eso en Montevideo no se comía. Contra la pared de la cocina entre la puerta y la ventana que daba al fondo estaba la mesa, una mesa de madera gruesa y fuerte, aguantadora. En esa mesa se cocinaba y se comía siempre, incluso con había visita.
Los domingos religiosamente mi abuela ponía la mesa más al medio, le echaba harina en el centro, hacia un volcán, y adentro le echaba los huevos colorados, un poco de sal, y un chorrito de aceite. Y ahí la amasaba un rato largo, despacio, con mucho cariño, porque sabía que esa masa estaba viva. Después como se ve que la masa estaba tan cansada como ella la dejaba descansar un rato. Y que tallarines le salían!!! Yo todo esto lo miraba embelesado, absorto, sentado al costado de la mesa, contra la ventana y tomaba te de hebras no de sobre, con una o dos hojitas de la pitanga que estaba afuera. En ese tazón gigante de te aprendí que si le echaba mucha azúcar ya no se disolvía en el agua. Se saturaba me decía la tía Sonia que se ve que sabía.
Para el tuco se usaban chorizos de los más secos que habían, tomates de la quinta, hojitas de laurel, mucho ajo y mucha cebolla, y quien sabe que más.
(Pero lo más rico era de noche, o al otro día, no sabía porque pero la comida quedaba más rica. Me acuerdo que me hacían un churrasco, una costilla redonda fina con un poco de tocino en un sartén en el primus. En los jugos de cocción calentaban el tuco y los tallarines, el secreto de la abuela era agregarle medio cucharón de caldo del puchero, porque puchero siempre había, y lo servía coronado por un huevo frito…Eso se me quedo amalgamado en el paladar y en todo mí ser…)
Ahora le tocaba la ventana a la abuela porque era la hora de hacer la mayonesa, y eso se demoraba mucho también. Así que ponía la silla de mimbre grande y se llevaba el mate ese que le ponía leche que era más feo...Yo la ayudaba, primero traía el tenedor más grande del cajón que estaba en el medio de la mesa, un plato hondo y después el tazón del te limpio, el más grande porque hoy venían los primos, y sobraban muchas claras me decía. Pero después se usaban para una torta o algún merengue. A mí me tocaba romper los huevos de un golpe seco, (nunca supe cómo es un golpe mojado), la idea era separar muy bien la clara de la yema, pasaba la yema de una media cáscara a la otra, una y otra vez, dejando caer la clara al tazón, y tratando de enganchar la galladura para que cayera también. Después le tocaba a ella, y los emulsionaba con el tenedor y eso iba creciendo y creciendo.
-El secreto es dejar caer el aceite siempre en hilo fino y de a poquito.- Me decía, pero yo no veía la hora de que le pusiera el limón final y la sal para meterle el pan antes de darle el visto bueno.
-Le falta un poquito más de sal abuela- le decía y ella rectificaba.
-A ver ahora?
Ahora el pedazo de pan era más grande y cargaba más mayonesa...
-Ahora si -…que mayonesa dios mío!!! Y todo por los higos???
Afuera mi padre tomaba mate, pero amargo ojo!!! -
-Coronilla mira.- Me decía. -Vas a ver que brasa.-
-Déjame prenderlo a mí, déjame prenderlo a mí…-
-Bueno pero primero hace una antorcha con dos hojas de diario, retorcelas bien duras, y después la prendes, toma los fósforos - y se cebaba otro mate.
-Mijito trae la caldera para calentar un poco de agua acá al fuego por favor que vamos a hacer una salmuera.-
Y yo ya volvía con el tarro de sal gruesa, se tapaba el aljibe con un tablón hecho a medida y quedaba de mesa, ya se ponía el chancho arriba para que fuera torturándonos desde temprano, la sal fina y la gruesa, la tabla de picar y los cuchillos más afilados del mundo, ajos, cebollas, morrones, aceite, vinagre, orégano seco, y quien sabe que más cosas.
-No, no para que falta lo más importante sino tú tío nos mata-
-Qué?-
-El chupe, aunque yo no voy a tomar vino, al lechón hay que hacerlo mojado, para que quede crocante el cuerito y no se seque, mojado el chochan y mojado el asador, así que para mí whisky y cerveza que si se pueden mezclar, y para el lechón mucha cerveza.
-Entonces?-
-Entonces vamos a buscar las damajuanas de tinto,- Irurtia frutilla-, las atamos bien y las metemos en el aljibe así están frescas para más tarde; porque con vino caliente terminan todos mamados.
Ponía mucha sal gruesa en una botella, dientes de ajo en camisa aplastados con el culo del cuchillo, hojas de laurel, agua hirviendo y quien sabe que más cosas en la botella, le abría una canaleta al corcho y la tapaba, después hacia un pincel de perejil, romero y no sé qué más cosas…
-Para que la salmuera y el pincel papa?
-Para pintarlo y darle sabor. –
-Pero no estaba ya adobado? –
-Sí, hace tres días esta adobado pero con cerveza y salmuera queda espectacular vas a ver. Lo importante es hacerlo muy despacio, con mucha paciencia.
Adentro se hervían papas y arvejas para la rusa, las zanahorias de la quinta eran más chicas que las de Montevideo pero más ricas, se hacían ensaladas de chauchas y otras cosas ricas, lo tomates alegraban la mesa, porque la mixta no faltaba, y como era día de fiesta se aliñaba todo con un oliva extra virgen que mi padre había traído de España.
De postre estaban los frascos de dulce de higos con clavo de olor y canela en rama; y el inigualable de mamón, con mamones traídos especialmente desde el Paraguay. Pero como si esto fuera poco también había un budín de pan, de esos que se hacen solo con leche de vaca y no con el de la botella verde.
Llegaban los primos y los tíos, algún vecino también arrimaba, el banquete estaba servido y era descomunal, no todos los días eran así, y como era fin de año había que quedarse despierto hasta las 12.
Solo faltaba dar vuelta el lechón y emborracharse con coca cola.
A veces me preguntan cómo nació mi pasión por la gastronomía, yo la verdad no sé muy bien cómo definir un punto exacto.
Mi padre que desde muy joven trabajo en sector de la gastronomía, empezando a la temprana edad de dieciséis años, en el cantegril country club de punta del este, inicio así una muy vasta trayectoria culinaria. Él fue mi mentor principal, porque me enseño que de lo simple siempre se puede hacer algo excepcional. A muy temprana edad me cultivaron el paladar con unos manjares simples y poco elaborados pero adobados con un cariño y amor inigualables. Podemos usar técnicas refinadas, elaborados fondos de cocción como el puchero de mi abuela, productos de prácticamente cualquier parte del mundo, y hasta acceder a las recetas mejor estudiadas pero el principal secreto fue, es y será ese que aprendí con mi abuelita, el cariño y el amor que uno plasma al cocinar.
Dedicado a mi abuela Pura que vivía en pan de azúcar.
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